A saber: ¿quién de ustedes osaría tener la paciencia de atender por teléfono los sollozos de un amigo desolado por un amor imposible? Claro está que, por ese orgullo de macho y que algunos aprendieron que los hombres no lloran, difícilmente alguno los llame en tal aprieto pero si sucediera, ¿qué?
¿Tendrían la infinita paciencia que tendría una mujer? Ahora bien, si el amigo en cuestión los llama borracho, manera masculina de llorar de los hombres, a lo mejor la cosa cambia un poquito de color y reconsideran antes de mandarlo a la miércoles en ese estado o ir a juntar los pedacitos de su colega.
Porque segura, que la borrachera es fruto de que una mujer le cortó feamente el rostro. Bueno, para nosotras es costumbre. Sin emborracharnos, lloramos largas noches de insomnio propio y se lo contagiamos a nuestra amiga; que está para escucharnos no importa la hora que sea.
Y a qué no saben, mi estimados masculinos, todo lo que hacemos para no matarlos a ustedes porque entre nosotras: ¡que ganas de hacerlo!, de vez en cuando. Bueno, pues, llamamos a la misma amiga, de la cual ustedes se ponen extremadamente celosos como si se pudiera hacer otra actividad con ellas que no sea charlar, charlar, hablar, sollozar y todo por ustedes.
Es a ella a quienes despertamos, en la vez número un millón, y le pedimos (humildemente) si podemos ir a su casa para hablar hasta que amanezca; con tal de no masacrarlos. Es ella y solamente ella, por ejemplo, la que nos hace desistir de ponerles una yarará en la cama o de darles un te, al mejor estilo Yiya Murano, (la envenenadora de maridos, su estado habitual era ser una rica viuda), cuando nos enojamos con vosotros.
Pero claro, como somos damas y sobre todo personas civilizadas, sublimamos, con nuestra entrañable: cola y calzón, las ganas de proceder a aniquilarlos; hablando del instinto asesino hasta que se nos pase.
Y después de todo el odio vomitado, habiendo zamarreando a nuestra amiga para que no se duerma en medio del quinto acto de nuestra desgracias con ustedes, volvemos a casa: cual ángeles, dispuestas a redimirlos y asumiendo que seguimos enamoradas de pies a cabeza de ustedes.
Es ella y no otra, la que nos convence, ipso facto, y encuentra las palabras justas, para hacernos dimitir de nuestra intención, visceral, de querer aniquilar a nuestro vástago después de la última travesura. Que coronó como frutilla al postre, las mil quinientas que venimos aguantándonos, de la carne de nuestra carne, o sea: nuestro hijo.
La que con palabras elegidas y cuidadosas, se toma el trabajo y todo, nos dice que no vale la pena, que si el engendro no se suicidó solo, después de la que se mandó y de todo lo que nos costó salvarlo de su propia travesura, no es cuestión de andar matándolo después. Sobre todo con el trabajo que nos costó sacarlo del horno de la cocina donde se había escondido, jugando a las escondidas con nuestros nervios.
La que hace puchero con nosotras y reprime una vez más nuestros instintos asesinos contra el compañerito de jardín de nuestro pequeñin. Un grandote talle extra large, a comparación de nuestro gurrumín, a quién lo ha dejado con el orgullo malherido y otras cosas también dicho sea de paso.
La que también nos hace la gamba, cuando pedimos por favor, imploramos, rogamos silencio, para concentrarnos para tratar de escribir en computadora y el más chiquito, prende todo sus juguetes a pila y a cuerda al lado de nuestras orejas, la gata maúlla por un gato y su ración de leche y comida que finalmente no come por estar enamorada.
Y si, conclusión inevitable: las féminas de cualquier raza somos así: nos enamoramos y no comemos. Y sigue la misión amistosa, invocando nuestra piedad para que no hagamos un asesinato en masa.
La que pasa la noche en vela con nosotras, preparando un millón de té para lo cuál sacudió a todos los tilos que encontró en el vecindario, porque nuestra adolescente empieza a salir y vuelve a la hora que quiere. Y no, precisamente, dentro del horario en que se le ha concedido el permiso.
Después de sostenerme toda la noche para que no llame a la policía, ni a los hospitales, rastreando a la malcriada, hace lo posible para que la madre con los nervios hiper destruidos, o sea yo: su amiga del alma, no destroce a su propia sangre de su sangre, su hija. Apenas ésta toque el timbre con su mejor cara de pobre angelito 200 y de “yo no fui” o “fue sin querer queriendo”.
Controla mis latidos y me corrobora que hace millones de miles de años que no me tomo la presión y que no sería bueno que mi edad ande parando la pata por estas cuestiones del horario de la mocosa, que encima recién empieza.
Claro que está de más anticipar, que mi amiga también conoce la ira del padre de mi hija, o sea mi ex, que todavía concibe a la adolescente, jugando a las “barbies” y que si se entera de sus salidas nos aniquila por complot a ambas y a nuestra amiga también dicho sea de paso, a pesar de estar divorciado hace años.
Ergo, es inconcebible pensar en una mujer sin su amiga del alma. Novios, esposos, amantes oficiales y de los otros, todos están enterados que una mujer tiene una sombra indeclinable: su mejor amiga.
A la que le contamos todo, reverendamente todo y hasta con lujos de detalles, solamente si ella y no otra persona, lo pide. La única que ha sabido entrar en acción cuando nos quisimos sacar de encima a algún pesado en algún boliche. La única que nos hace la bienvenida de divorciada en un club de hombres nudistas bailando muy sensualmente para mujeres.
Y no es que uno ande por la vida ratoneandose a cada rato, pero…Además, hay cosas que son más divertidas de hacer con las amigas que con otros…Irnos de jolgorio, cuando ella tiene que viajar al otro día. Madrugar y olvidarse ella, las llaves en casa de nuestro amigo, y preguntarnos por qué no le preguntamos a tiempo si había agarrado las llaves…
Es la que se entusiasme con la dieta y nos quiere contagiar a toda costa; aunque nuestra ansiedad nos lleve, de las narices, a la heladera mil millones de veces consecutivas.
La que cuando cambia sus horarios, de nocturna a vespertina, es férrea entusiasta de levantarse de madrugada antes de las nueve de la mañana, tan solo porque descubrió las bondades de un trabajo fijo que le consiguió su novio y quiere contagiarme a toda costa.
Olvidándose de que, mientras el mal necesario del intruso de su novio no existía, ambas teníamos en común un despertar de después de ir a bailar de miércoles a domingos, con lo cual antes del mediodía nadie sabía de nuestra existencia. Claro, yo sigo esa tendencia.
Digamos. Mientras mi hijo siga siendo chico y yo siga coleccionando morlacos con lo que trato de inspirarme para escribir y como práctico “murcielaguismo”, ergo, vivo de noche, cuando , shhhhhhhhh, los chicos duermen y como no hay ningún marido que los despierte con sus gritos, puedo escribir, escuchar música, estudiar , todo en el patrimonio de la noche… pero bueh…mi amiga dice que lo más sano es trabajar.
Lo que hace un novio. Después de todo, ¿cuándo en la vida le gustó trabajar?... Lo que será querer estar al lado de él para siempre, amén… bueno pero no viene al caso. El caso que viene, por cierto, es que inspirada, me llama a las nueve de la mañana para decirme que está llegando al trabajo.
Y me pregunta cómo puedo seguir durmiendo. Con lo cual le digo. Puedo seguir durmiendo con y sin tu permiso, para el reverendo caso. Claro que me gusta que me llame pero después desaparece todo el día y la noche también…me recacho en la reverenda hora que tiene para llamarme…
La amistad femenina por lo tanto es una relación entrañable en la que, exceptuando el sexo, todo se hace con una complicidad que no se haya en ninguna otra relación.
Con los maridos, amantes y novios porque es una cuestión de género, no podemos vivir sin ellos, pero ellos siguen siendo de Marte y nosotras de Venus y no hay vuelta que darle.
Las hay mayores, a las cuales les pedimos consejos que a veces seguimos y otras guardamos para no menospreciar la ayuda. Las hay de edades pareja a la nuestra, con esa nos peleamos y reconciliamos todo el tiempo.
Y están las más chicas, las que nos piden consejo para hacer precisamente todo lo contrario a lo que le decimos y terminan consultando a la bruja de cabecera. Pero eso sí, no hay mujer que se precie de tal que no cuente en su haber con una o más, amigas del alma, apta para cualquier tipo de confesiones y a cualquier hora.
Por Mónica Beatriz Gervasoni
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